El imposible encuentro de René y Bento, un relato de Roberto Peña León


El imposible encuentro de René y Bento

Roberto Peña León

I

El caballero francés, algo desgarbado pero de paso firme, camina por las calles de Ámsterdam, cruzando los canales sin fijarse demasiado en nada, pero sin perder detalle de lo que pasa alrededor. Ni siquiera gira la cabeza, pero parece verlo todo. Un buen amigo suyo le ha dicho alguna vez que, con esos ojos tan enormes, no necesita apenas mover el cuello para tener una visión completa de todo lo que le rodea. René (así se llama nuestro protagonista) sonríe ahora al recordarlo, quizá porque ha visto un ramo de tulipanes amarillos asomando apenas en una pequeña ventana, casi escondida en la pared entre una carreta medio abandonada y una especie de tonel viejo y destartalado.

René no lo sabe, pero va a vivir un momento especial, casi diríamos mágico. Y, sin embargo, no va a ser consciente de tal evento. Para él será simplemente una anécdota graciosa, que relatará más tarde a algún conocido cuando regrese a casa, pero que olvidará rápidamente, enfrascado como está en asuntos de tanta importancia. De entrada, en su propia seguridad personal, que sigue amenazada por la intransigencia y el dogmatismo reinantes. Ni siquiera en Ámsterdam, una ciudad (más o menos) libre, puede sentirse completamente seguro. Pero, sobre todo, en su trabajo constante de estudio, que le ocupa casi por completo.

Apenas unas calles más al este, un quinceañero camina entre la multitud mientras cumple con su obligación. El muchacho es un brillante alumno de la sinagoga y ya hace tiempo que sus profesores han visto en él un futuro rabino, quizá uno de los más grandes, dadas sus aptitudes. Y a él no le disgusta la idea, por cuanto le permitiría seguir estudiando y aprendiendo, que es lo que más le gusta. Lo malo es que su padre regenta un próspero negocio y se espera de él (y de sus hermanos) que continúen con la saga familiar. Chico serio y formal, nada le horroriza más que disgustar a su padre. Y eso complica su futuro de estudios. Sin dejar de lado el hecho de que su cabeza lleva ya tiempo considerando ideas no demasiado ortodoxas e incluso algún comentario suyo en clase ha sido reprendido por sus maestros.

Bento (tal es su nombre) tampoco sabe que va a vivir un momento especial, casi diríamos mágico. Tampoco él va a ser consciente de la magnitud del evento y, lo que es peor, para él sería mucho más doloroso si algún día llegara a darse cuenta de lo que le ha sucedido. Al final, para él no será más que una curiosa anécdota vivida con un extranjero, uno más de los muchos que pasean por las calles de su Ámsterdam natal.

La mañana (esto no lo habíamos dicho antes) es soleada y casi cálida. Un anticipo del verano que llegará en un mes y medio. Unas pocas nubes en el cielo no alcanzan a estorbar un sol que se deja caer con morosidad placentera y no hay ni rastro de los fríos vientos que suelen barrer los canales y las calles de la ciudad. Un buen día, sin lugar a dudas, para pasear… si hubiera tiempo para ello. Muy al contrario, nuestros protagonistas no deambulan cual desocupados y felices paseantes, sino que lo hacen movidos por muy concretos y pedestres fines. Uno ha sido enviado a hablar con un conocido armador amstelodamo y el otro se dirige a hacer un importante encargo. En efecto, el muchacho tiene que hablar con el señor Hans van der Enden sobre un flete que su padre quiere encargar sin mucha demora, y el caballero francés necesita imperiosamente un libro para seguir con sus estudios y para ello acude a Elzevir, la mejor librería de Ámsterdam.

Lo más gracioso del asunto es que hace 10 años sucedió algo muy similar a lo que está a punto de suceder, quizá menos intenso, pero igualmente simpático… aunque ninguno lo recuerda. Corría entonces la primavera de 1637 y era también 4 de mayo: René estaba literalmente eufórico. Acababa de publicar su libro más importante y, además, había sorteado con habilidad (o eso pensaba) los posibles problemas inquisitoriales. Además, su hija Francine crecía con salud y felicidad. En breve cumpliría dos años y ya caminaba ágilmente, a la vez que comenzaba a chapurrear palabras y frases más o menos coherentes, unas en neerlandés y otras, para su alegría, en francés.

Curiosamente, en esa misma esquina que ahora iba a doblar, tropezó con un niño que venía corriendo algo aturullado. El muchachuelo, que no era otro que el mismo quinceañero que hemos visto andar apresurado hace unos pocos párrafos, venía correteando alegremente, jugando con otro niño que le iba persiguiendo. Tan enfrascado estaba en el juego que, sin poder evitarlo, impactó con todo su cuerpo contra las piernas del caballero francés.

Confusión, tambaleos, sorpresa, caída de espaldas del niño, desestabilización del adulto, exclamación de enfado (sacrebleu!) rápidamente sustituida por la preocupación de ver al niño en el suelo, cuan largo es. Agachado ya, le acaricia las mejillas y, para calmarle, le palpa la cabeza para ver si tiene heridas. El niño no protesta. No llora. Sólo mira con los ojos muy abiertos al señor que le observa asustado, al tiempo que trata de entender lo que le dice. Pero el caballero habla francés y así no hay manera.

- No le entiendo, minheer - acaba diciendo el niño en una curiosa mezcla de español y neerlandés que deja perplejo al caballero francés. Éste no habla español, pero comprende que le ha hablado en ese idioma, algo que le parece sorprendente de primeras, pero que rápidamente le sirve para identificar al muchachito como judío sefardí. Son apenas unos segundos, pero el niño se ha puesto ya de pie y le mira con atención.

- Mi cuerpo y mis tres almas están bien, minheer - dice con seriedad y, tras pensar un segundo, añade - Au revoir, minheer.

El acento con que ha pronunciado la despedida deja claro que ni domina ni habla el francés, pero ha conseguido despertar una sonrisa en René, sobre todo en su faceta de padre de una diablilla como Francine. Con la sonrisa en el rostro, se incorpora y ve al niño correr a reunirse con el amigo que le espera unos metros más allá. Y en seguida desaparecen correteando del mismo modo que habían aparecido. En breve su hija será ya como ese niño y correrá libremente por las calles, jugando con sus amigas…

¿Tres almas? ¿El chico había dicho “tres almas”? Su conocimiento del español es más bien escaso, pero gracias a su dominio del latín cree haber entendido algo de lo que ha dicho. Y le ha dejado más estupefacto que antes. Algo le dice por dentro que debería pensar en eso, pero la realidad se le impone. Un niño de cinco años no va a condicionar sus ideas, por muy despierto que parezca. En todo caso, debería ser al revés, ¿no?

Obviamente, aquello queda muy lejos y hoy no queda ni rastro de este episodio en su memoria… si no fuera porque la escena se va a repetir, si bien con matices diferentes. El niño es ya, como hemos dicho varias veces, un quinceañero responsable y capaz, mientras que el caballero francés ha cumplido los 51 con cierta dignidad no exenta de dolores en esta o aquella articulación, el cansancio propio de los años y la tristeza imborrable que le dejó la pérdida de Francine. Dignidad que le permite avanzar a buen ritmo por la calle… lo mismo que el jovenzano, si bien a éste le acompaña la energía propia de su edad. Y, como cualquiera habrá ya adivinado a estas alturas del relato, lo inevitable se produce. Dos cuerpos que se mueven a escasa velocidad, semovientes y autónomos, impactan en un cruce de calles del centro de Ámsterdam. Confusión, tambaleos, sorpresa… estupefacción. Y, sin embargo, un momento especial, casi diríamos mágico, acaba de producirse. Y miles (quizá millones) de personas darían lo que fuera por contemplarlo.

René Descartes y Baruch Spinoza se miran, aturdidos, durante unos segundos que muchos querrían eternos.

II

Borges disfrutó horrores escribiendo acerca de la estéril búsqueda de Averroes, incapaz de entender lo que, siglos antes, Aristóteles había escrito sobre la tragedia y la comedia. Conan Doyle, por su parte, se lo pasó en grande narrando el imposible encuentro entre Ulises y el rey David en la ciudad de Tiro. Cierto que el Ámsterdam de mitad del XVII era una gran ciudad, cosmopolita y abierta, por donde paseaban miles de personas cada día y, por qué no, la posibilidad de un encuentro como el relatado era real. Sin embargo, encontrarse por esas calles sin conocerse previamente (y haber concertado una cita) era poco menos que imposible. Sólo el azar, el acaso más improbable, podría poner frente a frente, en esa gran ciudad, a dos personas que no se conocen. ¿Y qué podría resultar de semejante encuentro, si de hecho llegara a producirse? Sinceramente hablando, nada. Absolutamente nada. Es más, podríamos incluso decir que esto se ha alargado de más, habida cuenta de que hemos relatado no uno, sino dos (¡dos!) encuentros entre quienes son, sin lugar a dudas, los más grandes filósofos del siglo XVII.

Es bien sabido que Descartes vivió en los Países Bajos durante 20 años, si bien lo hizo sin domicilio fijo, cambiando de ciudad, de casa y de compañía. Ámsterdam sólo fue uno más de sus lugares de residencia, pero es innegable que era un lugar que frecuentaría de manera más o menos habitual, aún cuando no habitara allí regularmente. Allí conoció (bíblicamente incluso) a la que sería la madre de su hija Francine, aunque se retirarían luego a Deventer para criarla con más tranquilidad, antes de que muriera de escarlatina a la pronta edad de 5 años. Sea como fuere, Ámsterdam era el foco que iluminaba la libertad de pensamiento neerlandés en aquellos tiempos.

Libertad, bien lo sabemos, relativa. Para quien vive en el ámbito de una religión monoteísta cerrada y pagada de sí misma es difícil hablar de libertad. Cierto que la judería neerlandesa gozaba de una bien ganada tranquilidad respecto a amenazas exteriores, pero sus integrantes seguían sometidos a la Torá, a la Misná y al dominio rabínico intransigente. El joven Spinoza de entonces aún no lo sabe, pero sobre él va a caer todo el peso de esa intolerancia en menos de 10 años. Ahora es, con todo lo que eso conlleva, el hijo de un comerciante sefardí, tan brillante en la escuela rabínica que sus maestros piensan en él como un futuro y quizá magnífico rabino.

Pero estamos desbarrando, en plena digresión inútil, tan estéril como la ya mencionada búsqueda del bueno de Averroes. Y tenemos a un buen montón de gente esperando, expectantes, el resultado de este encuentro tan improbable como deseado. ¡Oh, sí! Todos hubiéramos dado algo porque las condiciones fueran distintas. Por ejemplo, 20 años más tarde y sabiendo el uno de la existencia del otro, ambos con un poso bien interiorizado de la obra del otro. Pero, por desgracia, sabemos que eso es más imposible, si cabe. Si bien el jovenzuelo acabaría conociendo a la perfección la obra del caballero francés (y la llevaría a sus últimas consecuencias), este último moriría apenas tres años más tarde, en las frías tierras suecas, hay quien insinúa que envenenado (aunque, conociendo al caballero francés, camastrón empedernido, los madrugones diarios que le pedía la reina Cristina para sus clases particulares debieron ser mortales de necesidad). En consecuencia, no nos queda más que disfrutar de este pequeño momento especial, casi diríamos mágico.

III

Confusión, tambaleo, sorpresa… estupefacción. El caballero francés ahoga una interjección (sacrebleu!) y, tras recuperar el equilibrio, mira al muchacho con el entrecejo fruncido, examinando al muchachuelo que acaba de impactar contra él. El quinceañero, aturdido aún por el golpe, a duras penas es capaz de conservar la vertical durante unos segundos interminables, tras los cuales fija su mirada en el caballero.

En este punto sería fácil caer en la tentación de presentar una conversación intensa (aunque breve) donde el ingenio de nuestros dos protagonistas brillara a la altura de sus nombres. Picoteando aquí y allá entre sus obras y fragmentos, se podría construir ad hoc un encuentro lleno de dobles sentidos, insinuaciones y lo que nuestro buen (o mal) juicio imaginara o deseara, demostrando al final el buen conocimiento que uno tiene de dichas obras. Pero sería algo tan falso como artificial e increíble, aparte de pretencioso. ¡Por el amor del Acto Puro! Un señor de 51 años ha impactado tontamente con un chavalote de 15, que venía algo despistado (y acelerado) en dirección contraria (o mejor dicho, perpendicular). ¿Qué se pueden decir esas dos personas en tales circunstancias? Como mucho, un intercambio de disculpas y nada más, tras lo cual cada uno retomaría su camino y punto final.

Aunque, bien pensado, estamos ante dos personajes ciertamente extraordinarios. Ambos están dotados de una capacidad analítica excelente y de una memoria envidiable. No sería de extrañar que en las mentes de estos dos seres excepcionales una chispa saltara en este preciso instante, haciéndoles recordar lo sucedido diez años atrás. El lugar es el mismo, el día es el mismo e incluso la hora es la misma. Las condiciones abonan la posibilidad y casi estamos ya viendo ese chispazo en los ojos del caballero francés, reflejado instantáneamente en los del quinceañero. Hay un reconocimiento, una mirada intensa y una lluvia implícita de preguntas que se resuelve en unas sonrisas divertidas y complacidas, casi diríamos cómplices. Dos almas gemelas se han reconocido en la profundidad de sus miradas y, durante unos segundos, hay un flujo de comunicación entre ambos, un puente de ideas (o más bien emociones) que corren en ambos sentidos, sin necesidad de palabras, un flujo intenso, directo, profundo. Finalmente, el caballero francés le pone las manos en los hombros y le habla, no sin mirar a su alrededor con cierta precaución:

- Eres muy joven, muchacho. Pero eres inteligente y buscas la sabiduría.

Y soltándole, hurga con su mano izquierda en un bolsillo del chaleco para sacar unos anteojos viejos que necesitaban una reparación… o más bien ser tirados a la basura. Pero, al sacarlos, sus dedos han tropezado con un pequeño libro que estaba también en ese bolsillo y necesariamente ha de sacarlo, para dejar paso a los anteojos. Así, con una mano sujeta el libro y con la otra le ofrece las lentes, mientras continúa hablando:

- Toma. Los necesitarás cuando la sabiduría te haya envejecido los ojos.

El joven, algo sorprendido, mira los lentes y el libro alternativamente. No ha entendido nada de lo que le ha dicho el caballero en francés, pero entiende que le está dando a elegir entre dos regalos bien distintos. Entiende también, gracias a ese flujo de comunicación que han tenido, que es un hombre sabio, quizá un erudito. Por el título ve que se trata de una obra escrita en latín (“Principia philosophiae”, le dicen sus jóvenes ojos al cerebro, que lo registra rápidamente) y, aunque no conoce bien esa lengua, estira su mano derecha hacia él. El caballero francés se da cuenta del equívoco y, con una sonrisa, aleja el libro y adelanta la mano con los anteojos, que deposita suavemente en la mano adelantada del joven. El puente de comunicación, si alguna vez existió, se ha interrumpido y ha dado lugar a unas sonrisas educadas en franca retirada. Finalmente, el caballero francés le da un cachete amistoso en la mejilla y se despide, dejando al joven perplejo, mirando alternativamente los lentes que ha depositado en su mano y al hombre que se aleja, sin estar seguro de haber entendido nada.

IV

Muchos años después (o quizá no tantos) el joven judío volvería a acordarse de aquel día, hablando animadamente con un buen amigo suyo yen compañía de unas cervezas:

- Sí, la verdad es que aquel caballero francés tuvo mucha importancia en mi vida

- Hablas de Descartes, obviamente, de su obra filosófica…

- No, no, hablo de la historia que te acabo de contar. Del caballero francés con el que choqué un día por la calle y que fue mucho más importante para mí que el gran Descartes: fue él quien me dio la idea de dedicarme a pulir lentes, que es lo que me da de comer hoy día.